2025.11.29 – LA CORAZA Y EL PASILLO

La primera vez que escuchó la respiración, creyó que era la suya.

Estaba solo en el departamento, de madrugada, sentado frente a la mesa llena de papelitos. Cada papel tenía una palabra escrita en marcador: GASOLINA, LLAVES, OVEROL, FOTOS, HOLANDÉS, MENSAJES, BASURA. Los había ido ordenando en dos columnas: HECHO y PENDIENTE. Había más en la segunda.

Miró el reloj del celular: 02:17.

—Faltan cuatro horas para que empiece el día “normal” —murmuró, como si hablar en voz alta hiciera menos real el insomnio.

Entonces la escuchó: una respiración lenta, profunda, que no coincidía con su propio ritmo. Dos segundos de aire entrando. Tres segundos de aire saliendo. Pausa. Otra vez.

Se quedó quieto, con el bolígrafo en la mano.

El departamento era pequeño: cocina abierta, una sala con la mesa, un pasillo corto, la habitación y el baño al fondo. Todo conocido, todo aburrido. Y, sin embargo, el aire de repente se sentía distinto, como si alguien acabara de entrar por una puerta que él no había visto.

Se obligó a toser, a hacer ruido, a moverse. La respiración ajena desapareció.

—Fue tu cabeza —se dijo—. Estás cansado.

Escribió una palabra nueva en un papel: DORMIR.

La miró un rato, sin pegarla en ninguna columna, como si de eso dependiera algo importante.


Durante varios días —o noches— el patrón se repitió.

Siempre alrededor de las dos de la mañana, justo cuando el silencio del edificio se hacía más denso, la respiración aparecía. Nunca muy fuerte, nunca obvia, pero presente, como si alguien estuviera de pie en el pasillo, a mitad de camino entre la mesa y la habitación.

Él reaccionaba siempre igual: se quedaba congelado, escuchaba unos segundos, luego movía una silla o arrastraba los pies para convencerse de que estaba despierto. Y la respiración se disolvía en el ruido.

Empezó a notar otra cosa: cuanto más desordenada estaba la mesa, más nítida parecía esa presencia.

Una noche, empujado por esa mezcla de cansancio y superstición que vuelve valientes a los desesperados, hizo algo raro: ordenó.

Juntó todos los papeles de PENDIENTE en una pila y empezó a leerlos en voz alta, uno por uno, como si estuviera pasando lista:

—Gasolina. Llantas. Arnés. Fotos. Holandés. Basura. Mensajes. Mochila. Herramientas. Tierra del cuarto. Comida.

A medida que hablaba, iba moviendo algunos a la columna de HECHO: había comprado gasolina, había tirado cierta basura, había contestado algunos mensajes. No todos, pero sí varios. El montón de PENDIENTE seguía siendo más alto.

Cuando terminó, se recargó en la silla y se dio cuenta de que no había escuchado la respiración.

Por primera vez en mucho tiempo, el silencio era de verdad silencio.

—¿Ves? —se dijo—. El monstruo era solo el desorden.

Pero no estaba del todo convencido.


La noche en que todo cambió estaba especialmente agotado. Durante el día, en el trabajo, uno de los supervisores se había reído:

—Eres lento. Si fueras más lento, irías para atrás.

No había sido en mal tono, ni gritado, ni en público. Eso lo hizo peor. Era una frase lanzada al aire, con media sonrisa, mientras revisaban una caja de herramientas.

Desde ese momento, cada movimiento le pesaba el doble. Elegir el destornillador correcto se sentía como un examen. Poner el arnés, revisar las llaves, ajustar los guantes: todo parecía un espectáculo que él no estaba logrando.

Esa noche, ya en casa, los papeles sobre la mesa parecían acusarlo: LENTO, decía uno que él mismo había escrito, como si quisiera adelantarse a los demás.

A las 01:50 decidió que no iba a dormirse. Era inútil. Preparó café, se hizo un desayuno demasiado temprano y empezó a tirar restos de comida que llevaban demasiado tiempo en el refrigerador. El departamento olía a mezcla de jabón, café y algo viejo que intentaba desaparecer.

A las 02:03, mientras tiraba una bolsa en el cubo de basura de la cocina, la luz del pasillo parpadeó.

—No —dijo en voz baja—. No empieces con eso.

La bombilla respondió con otro parpadeo, como si lo hubiera escuchado.

Y entonces la respiración volvió. Esta vez no detrás, no lejos, sino claramente al final del pasillo, donde la oscuridad de la habitación se abría como una boca.

No era solo aire entrando y saliendo. Había un pequeño silbido, un roce, como si algo estuviera filtrando esa respiración a través de una tela… o de una coraza.

No quiso moverse. Hubo un segundo en que pensó: “Si no voy, si no miro, esto se quedará para siempre. Y si voy…”

El miedo le apretó el pecho. Recordó la frase del supervisor como si resonara en algún lugar del pasillo: “Eres lento”.

—Pues sí —susurró—. Pero voy.

Dejó la bolsa en el suelo. Caminó hacia el pasillo.


Mientras avanzaba, notó algo raro: no era solo miedo, también había una especie de resistencia, como si el aire mismo fuera más denso. Cada paso sonaba más fuerte de lo que debía.

Al llegar a la mitad del pasillo, la respiración se detuvo.

La habitación al fondo estaba a oscuras. Él había dejado la puerta entreabierta —siempre lo hacía— para que, desde la mesa, pudiera ver la silueta de la cama, de la mesita de noche, del armario. Esa noche, sin embargo, la oscuridad no mostraba formas. Era un bloque, como si alguien hubiera borrado los bordes de los muebles.

Estiró la mano hacia el interruptor. Una voz muy apagada, desde el fondo, dijo:

—No la enciendas.

No era una voz ajena. Era la suya.

No reconoció solo el timbre; reconoció la forma de decir “enciendas”, esa pequeña caída al final de la palabra, esa pereza en la “d”.

Se quedó con el dedo en el aire, temblando.

—¿Qué eres? —alcanzó a preguntar.

La voz respondió con calma:

—Lo que te mantiene de pie y lo que no te deja avanzar.

Hubo un silencio. En la mesa, a sus espaldas, uno de los papelitos se deslizó y cayó al suelo con un susurro seco.

—No entiendo —dijo.

La respiración volvió, otra vez lenta, profunda, con ese silbido de tela. Y la voz, que era la suya y no lo era, habló de nuevo:

—Cada vez que apuntas algo como pendiente, me haces más gruesa. Cada vez que te insultas antes de que otro lo haga, me haces más dura. Soy la coraza.

La palabra se le clavó en la frente. Había usado esa metáfora muchas veces en su cabeza sin nombrarla: la sensación de andar por el mundo con una armadura invisible, pesada, que mantenía lejos a los demás, pero también lo mantenía lejos del mundo.

—Si eres mi coraza —dijo—, ¿por qué estás allá y no aquí?

La oscuridad pareció moverse, apenas.

—Porque ya no quepo dentro de ti —respondió la voz—. Me has alimentado demasiado.


Durante unos segundos, lo único que se escuchó fue la respiración doble: la de su pecho golpeando rápido contra las costillas, y la otra, más larga, más controlada, viniendo desde ese volumen negro al fondo del pasillo.

Pensó en todo lo que había hecho en los últimos meses para sentirse “seguro”: decirse lento antes de que lo dijeran, imaginar fracasos antes de intentar algo, multiplicar las listas, marcar cada detalle como riesgo potencial, cerrar la puerta antes de que alguien pudiera empujarla.

—¿Por qué te escucho ahora? —preguntó—. Siempre has estado, ¿no?

La coraza dudó un segundo. Luego contestó:

—Porque hoy pensaste en no ir a trabajar. Porque por un momento consideraste dejar que todo se cayera. Cuando quieres rendirte, miras quién te acompaña.

Él tragó saliva. De golpe, la frase sonó menos terrible y más… honesta.

—¿Y qué quieres? —dijo.

—Nada —respondió la voz—. Solo seguir creciendo, como todas las cosas a las que les das tiempo y atención.

No supo si sonrió o se estremeció. Había algo casi cómico en imaginar su miedo como un monstruo burocrático que solo quería más y más papeles, más y más pendientes, más y más pruebas de que el mundo era peligroso.

Miró por encima del hombro hacia la mesa. Desde allí, la pila de PENDIENTE parecía una torre pequeña pero absurda, un monumento a todo lo que “todavía no”.

Respiró hondo.

—Si apago la luz del pasillo —dijo—, ¿desapareces?

—No —contestó la coraza al fondo—. Estaré detrás de ti.

—Si la enciendo, ¿te veo?

La respuesta tardó un instante más.

—Si la enciendes, verás que solo soy tú.

Eso le dio más miedo que cualquier sombra.


El dedo por fin bajó. La luz se encendió.

La habitación apareció de golpe: cama, mesita con una lámpara pequeña, armario, una silla con una camisa mal doblada, un par de zapatos de seguridad tirados de lado. Nada raro.

No había figura, ni silueta, ni borde de algo que no perteneciera al cuarto.

Solo una cosa llamó la atención: en la cama, sobre la almohada, había una versión en miniatura de sus papeles. Un solo montón, pero no dividido en HECHO y PENDIENTE. Encima del montón, una palabra: HOY.

Se acercó despacio y la tomó.

En el reverso, con su letra, había una frase que no recordaba haber escrito:

“Hoy no tengo que arreglar mi vida. Solo tengo que caminar este día sin hacerme daño.”

Sintió que algo crujía en el aire, como si una chapa se hubiera aflojado un milímetro.

Miró otra vez la habitación. La coraza, si estaba, era invisible.

—¿Te fuiste? —preguntó, medio en broma, medio en serio.

La respiración respondió desde un lugar que ahora sí reconoció: su propio pecho.

Seguía acelerada, pero empezaba a bajar.


No hubo milagros al día siguiente.

En el trabajo, el supervisor estaba de mal humor por otra cosa y ni siquiera le habló. Él movió herramientas, revisó el arnés, midió cables, se concentró en no cometer errores graves. No fue rápido. Tampoco fue un desastre.

Varias veces recordó la frase de la almohada. Cuando sentía que la vergüenza subía, la repetía por dentro: “Solo tengo que caminar este día sin hacerme daño”.

Al volver a casa por la tarde, el cansancio era de otro tipo. No era la fatiga viscosa del pánico, sino una especie de agotamiento físico normal. Calentó algo simple de comer, lavó el plato, tiró los restos enseguida. Hizo pis. Preparó las cosas del día siguiente sin obsesionarse.

A las 18:40, miró el reloj y pensó en la meta de acostarse a las 19:00. No estaba seguro de lograrlo, pero era una intención amable, no un castigo.

Se sentó frente a la mesa y vio el caos de papeles. Tomó uno que decía HOLANDÉS, lo dobló con cuidado y lo guardó en la libreta. No lo tiró. No lo puso en HECHO. Lo sacó del altar.

Luego tomó el que decía LENTO. Lo miró largo rato. No supo en qué columna ponerlo.

Al final, dibujó una tercera: NI UNA COSA NI LA OTRA. Puso el papel ahí.

—No eres un pendiente ni algo hecho —murmuró—. Eres una opinión. Y hoy no tienes voto.

Era un gesto pequeño, casi una tontería. Pero sintió cómo una pieza de la coraza hacía un sonido suave, como de metal aflojándose.

Se fue a la cama un poco antes de las 19:00. No sabía si se dormiría. No sabía si la respiración volvería esa noche desde el pasillo o desde dentro.

Antes de cerrar los ojos, pensó en la sombra del umbral, en el pasillo, en la coraza hecha de listas y miedos. Pensó en todo lo que quedaba por hacer. Pensó en el supervisor, en el futuro, en la gasolina, en las fotos del proyecto, en las palabras que algún día escribiría.

Y luego, por primera vez en mucho tiempo, se permitió pensar solo en una frase sencilla:

“Por ahora, todo está bien.”

La oscuridad tampoco hizo milagros, pero esa noche, cuando la respiración profunda apareció, no vino desde el fondo del pasillo.

Venía desde su propio pecho, más lenta, más tranquila.

Y la coraza, que seguía allí, entendió que tal vez, para seguir existiendo, tendría que volverse un poco más liviana.

No desapareció.

Pero dejó pasar un poco de luz.

Fin.

Published by Leonardo Tomás Cardillo

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