Surgió algo detrás del armario aquella noche: un sonido mínimo, casi un susurro contra la madera, lo bastante débil como para dudar de él, pero lo bastante real como para helarme la sangre. Al principio pensé que era la casa respirando, las tuberías, la madera, cualquier cosa menos lo obvio: que no estaba solo.
Me quedé inmóvil en la cama, mirando la sombra rectangular del armario recortada contra la pared. El cuarto estaba en silencio, salvo por el zumbido lejano del refrigerador y mi propia respiración, desacompasada, torpe. Entonces volvió el sonido: un roce, como si algo, o alguien, hubiera apoyado la frente contra la puerta y suspirara hacia adentro.
Me incorporé apenas, lo justo para no hacer ruido con las sábanas. Había dejado el celular boca abajo sobre la mesita de noche, con la pantalla apagada, como si un rectángulo de luz pudiera romper el hechizo de la oscuridad. No me atreví a tocarlo. Sabía, de una manera absurda y profunda, que si encendía la pantalla tendría que mirar también al armario. Y no quería darle a nada, ni a nadie, la cortesía de mi atención.
El tercer sonido ya no fue un susurro, sino un estremecimiento: la puerta del armario empezó a temblar, muy levemente, como si alguien al otro lado contuviera la respiración y de pronto no pudiera más. Temblaba como tiemblan los músculos después de sostener demasiado peso, como tiembla un cuerpo entero cuando el miedo ya no encuentra dónde esconderse.
Me dije que estaba cansado. Que había pasado el día corriendo detrás de pendientes, tachando cosas de la lista sin sentir que la lista se hiciera más corta. Hacer la cama, ordenar, revisar, contestar, enviar, comprobar. Eternas tareas minúsculas que se adhieren a la mente como polvo húmedo. Me dije que era eso, que el cansancio distorsiona, que la mente exhausta ve cosas. Me lo repetí tres veces, como una oración. No funcionó.
Porque la puerta seguía temblando, y ahora lo hacía con un ritmo. Inspiraba. Pausa. Espiraba. Pausa. Una cadencia lenta, profunda, que no se parecía a ninguna corriente de aire ni a ningún truco viejo de la madera. Era una respiración, y no era la mía.
Quise llamar a alguien, decir algo, pero la voz se me quedó atrapada en la garganta como un objeto sólido. Solo podía escuchar. A cada inhalación, el aire del cuarto se hacía un poco más espeso, más pesado, como si el armario estuviera aspirando la temperatura, la calma, el oxígeno. A cada exhalación, una corriente fría se extendía hacia la cama, rozando la superficie de las sábanas, buscándome.
Pensé en encender la luz. Pensé en levantarme, cruzar el cuarto y abrir la puerta de un tirón, como quien arranca una curita vieja. También pensé en quedarme quieto hasta el amanecer, hasta que el sol, con su crueldad de oficina, me obligara a asumir que aquello había sido solo una noche mala. Pero la puerta seguía respirando. Viva. Todavía allí. Esperando algo más.
Entonces, muy despacio, la respiración cambió de ritmo. Comenzó a imitar la mía.
Lo supe antes de darme cuenta. Mi pecho se elevaba, la puerta se hinchaba. Yo expulsaba el aire, y del otro lado, la tabla crujía como si unos pulmones enormes destilaran el mismo gesto, pero más hondo, más hastiado. En algún punto, mis latidos y los golpes sordos dentro de la madera se desfasaron, y el cuarto se convirtió en un metrónomo roto: dos corazones que no sabían quién marcaba el tiempo de quién.
Cerré los ojos. No porque creyera que eso sirviera de algo, sino porque, de pronto, la oscuridad detrás de los párpados me pareció menos peligrosa que la oscuridad frente a la cama. Sentí algo que no era aire rozar el borde de la sábana, como si la respiración hubiese aprendido el truco de tener manos.
No escuché pasos. No escuché bisagras. No hubo un golpe claro que anunciara que la puerta se abría. Pero la presencia del armario dejó de ser una cosa a distancia y empezó a ser una línea muy fina, apoyada contra mi costado. La oscuridad se sentó, o se derramó, sobre la cama.
Olía a polvo antiguo y a algo familiar que no supe nombrar: un eco de ropa húmeda, de pasillos de hospital, de habitaciones que uno abandona sin despedirse. Sentí, más que escuché, que respiraba ahora a la altura de mi cuello. Su respiración y la mía se pegaron una a la otra, como dos frases que alguien empeña en leer al mismo tiempo.
—No puedes con tanto —susurró una voz que sonaba exactamente como la mía, pero gastada, como si hubiera sido usada demasiadas veces.
No sé si lo dijo en el cuarto o dentro de mi cabeza. Tal vez sea lo mismo. Vi, con los ojos cerrados, mi propio armario lleno de cosas que ya no uso, listas que nunca termino, promesas que organicé en carpetas con nombres importantes. Todo eso respirando, todavía vivo, sin ningún lugar al que ir.
La puerta, en algún momento, dejó de temblar. O quizá el temblor se trasladó por completo a mi cuerpo. No supe cuánto tiempo estuve allí, midiendo el espacio entre una inhalación y otra, esperando el momento en que algo, finalmente, se decidiera a cruzar del otro lado al mío.
Cuando por fin amaneció, la luz entró por la ventana con la indiferencia de siempre. El armario estaba en su sitio. La puerta, cerrada. Ninguna marca, ningún rastro. Solo ese silencio nuevo, denso, como si el cuarto entero estuviera conteniendo la respiración.
Me levanté, tendí la cama con una prolijidad casi ridícula y abrí la puerta del armario.
Estaba vacío. Vacío de ropa, de cajas, de objetos. No quedaba nada ahí dentro salvo una oscuridad limpia, reciente, que no se parecía a la que conocía. Y sin embargo, al inclinarme hacia adelante, pude escucharla: una respiración tranquila, paciente, esperando.
Esta vez supe con absoluta claridad dónde estaba.
No venía de detrás de la madera.
Venía, perfectamente sincronizada, de algún lugar justo debajo de mi propio esternón.
FIN